lunes, 31 de mayo de 2010

Basta!

La marina israelí atacó y mató a 19 personas de la caravana solidaria con Palestina

VARIOS PACIFISTAS FUERON LLEVADOS A CENTROS DE DENTENCIÓN



LA NIÑA / EL GRITO

En la playa hay una niña, la niña tiene familia

Y la familia una casa.

La casa tiene dos ventanas y una puerta...

En el mar, un acorazado se divierte cazando a los que caminan

Por la playa: cuatro, cinco, siete

Caen sobre la arena. La niña se salva por poco,

Gracias a una mano de niebla,

Una mano no divina que la ayuda. Grita: ¡Padre!

¡Padre! Levántate, regresemos: el mar no es como nosotros.

El padre, amortajado sobre su sombra, a merced de lo invisible,

No responde.

Sangre en las palmeras, sangre en las nubes.

La lleva en volandas la voz más alta y más lejana de

La playa. Grita en la noche desierta.

No hay eco en el eco.

Convierte el grito eterno en noticia

Rápida que deja de ser noticia cuando

Los aviones regresan para bombardear una casa

Con dos ventanas y una puerta.

Mahmud Darwish
Ramala, agosto del 2006.

sábado, 29 de mayo de 2010

Para un sábado de lluvia: Di benedetto


Antonio di Benedetto es un escritor enorme. Y poco leído. No haré verdadera justicia publicando en este humilde blog un retacito de él, pero va el esfuerzo. Primero, el hermoso cuento Avallay. (es largo para leer en la web, pero vale la pena) Abajo: Volamos. Es mucho más corto, para los perezosos, ir al otro post y ya)


Aballay

En el sermón de la tarde, el fraile ha dicho una palabra bien difícil, que Aballay no supo conservar, sobre los santos que se montaban a una pilastra. Le ha motivado preguntas y las guarda para cuando le dé ocasión, puede que en los fogones.

Son visitantes, los dos, el cura y él, con la diferencia que el otro, cuando termine la novena, tendrá a dónde volver.

La capilla, que se levanta sola encima del peladal en medio del monte bajo, sin viviendas ni otra construcción permanente que se le arrime, se abre para las fiestas de la Virgen, únicamente entonces tiene servicio el sacerdote, que llega de la ciudad, allá por la lejanía, de una parroquia de igual devoción.

Los peregrinos – y los mercaderes – arman campamento. Se van pasando los nueve días entre rezos y procesiones; las noches, atemperadas con costillares dorados, con guitarra, mate y carlón.

Aballay presenció un casorio, de laguneros, muchos bautizos de forasteros. Más bien deambuló de curioso y también necesitado de probarse entre la gente, pero alerta y sin darse con nadie. Contó cuatro milicos.

Mientras tanto en el altar declina la llama de los cirios, afuera se reanima y alimenta el fuego de las brasas, en las enramadas de vida corta, de esas fechas no más.

El cura recorre el sendero de vivaques echando las bendiciones y las buenas noches. Solicitado al pasar por cada grupo, hace honor a una familia venida de Jáchal. Se asa un chivito, la abuela fríe pasteles, un hombre sirve vino, todos en sosiego y discretos. De las quinchas vecinas brotan cantos, tempranamente entonados.

Se nombra a Facundo, por una acción reciente. ( "¿Qué no es que lo habían muerto, hace ya una pila de años? ... " )

Aballay ha sido una persona en la andanza de la sotana, ahora es un bulto quieto, que no se esconde. Espera.

Uno de los jachalleros lo invita a acercarse. Con una seña dice no. Otro es su apetito.

Pero media el cura y Aballay obedece. Nada agrega a la conversación, tampoco propicia su intervención el fraile, tal vez acostumbrado a esos silencios de los humildes y los ariscos.

Pero a cierta altura, cuando ya las estrellas remontan el horizonte, Aballay lo sorprende con un toque en la manga y la consulta que le desliza en voz baja:

- Padre, ¿podrá oírme?...

- ¿En confesión?

Aballay medita y al cabo dice:

- No todavía, padre. Pero ahora hablemos, le pido. Usted y yo.

Más tarde se apartan de la animación de los fogones, eluden a los achispados de la cantina y se pierden entre carretas dormidas donde reposan los niños.

Entonces hablan y, al calar el asunto que el desconocido le trae, el religioso se regocija de su eficacia como orador sagrado. He aquí quien le muestra que su verbo penetra y es capaz de causar inquietudes. Trata de corresponder a ellas agregando claridad y simplifica el lenguaje, la expresión, lo más que puede.

- No, hijo: no dije que fueran santos, sino que vivían en santidad. Era propio de anacoretas o ermitaños.

- Dispense, no fueron sus palabras.

- ¿Qué no?...

- No, padre. Los nombró de otra manera.

- A ver... estilitas. ¿Puede ser?

- Puede.

- Ah, bien. Significa más o menos lo mismo. Solo que los estilitas eran una clase especial de anacoretas... ¿conoces qué quiere decir esta palabra?

- Pongámosle que no y te explicaré. Los anacoretas eran solitarios, por su propia voluntad se habían retirado de los seres humanos. A lo más, mantenían la compañía de un animal fiel. Recorrían los desiertos o habitaban una cueva o la cumbre de una montaña.

- ¿Para qué?

- Para servir a Dios, a su manera.

- No lo entiendo. En el sermón usted dijo que estaban arriba de un pilar.

- Si ... pilar o columna. Esos precisamente son los estilitas. Su rara costumbre sólo era posible en aquellos países del mundo antiguo, donde, antes de Cristo, fueron levantados templos monumentales, que apoyaban su techo en pilastras. Al desaparecer sus religiones y ser abandonados por los hombres, durante siglos y siglos, se fueron destruyendo. En algunos casos, solamente quedaron en pie las columnas. Los estilitas subían a ellas para tratarse con rigor y alejarse de las tentaciones. Permanecían allí con viento o lluvia, enfermos o hambrientos.

- ¿Cuántos días?

- ¿Días?... ¡Eternidades! Se dice que Simón el Mayor vivió así 37 años y Simón el Menor 69.

Aballay entra en un denso silencio. El sacerdote lo estimula:

- ¿Y?... ¿Qué piensas ahora que sabes el tamaño de su sacrificio? ¿Podías imaginarlo?

Aballay no recoge sus preguntas. Tiene otras, muchas más, minuciosas: que si en tan estrecho sitio podían sentarse o debían estar de pie, en cuclillas o arrodillados; que por qué no morían de sed; que si nunca jamás bajaban, por ningún motivo, ni por sus necesidades naturales; que si puede creerse que no los tumbara, al suelo, el sueño...

El sacerdote está contestando, más no omite sospechar que esa inquisitoria sea la de un descreído rústico, que lo esté incitando a perder fe en lo que ha predicado desde el púlpito. No obstante, se dice, hay respuesta para todo.

- ¿Cómo se alimentaban? Lo hacían moderadamente, aunque algunos, según el lugar donde se estableciesen, se veían favorecidos por la naturaleza. Estos tal vez disponían de miel silvestre y del fruto de los árboles. De otros, especialmente de los caminantes del desierto, se cuenta que comieron arañas, insectos, hasta serpientes.

El tipo repulsivo de animales que evoca ahonda la naciente preocupación del cura. Por un sentido de seguridad, está observando a donde han llegado. "Al fondo de la noche", se dice , considerando la espesura del matorral inmediato. Se han apartado del aduar, la concentración de carretas y animales de tiro. Se analiza junto a ese emponchado nunca visto previamente, que parece ansioso y díscolo, y de quien desconoce si debe temer el mal. Se sobrepone; hace por tranquilizarse y piensa que tiene que complacerse de esta provocación, tal vez ingenua, que lo ha llevado a la memoria de sus lecturas, aunque sea para transmitirlas a un solo feligrés y en tan irregulares circunstancias.

El religioso está explicando que así mismo podrían sostenerse por obra de la caridad ajena, pero Aballay le cuestiona. "¿No era que estaban solos y les escapaban a los demás?"

- Desdichados y creyentes hacían peregrinaciones para rogarles su ayuda ante Dios y a esas personas de tanta fe les aceptaban algunos alimentos muy puros.

- ¿Eran santos, entonces? ¿Podían pedir a Dios?

- Todos podemos.

Aballay se interna de nuevo en los callejones del espíritu y se distrae del cura. Este ya lo deja estar, hasta que reaccione solo.

Después:

- Usted dijo, en el sermón, que se retiraban para hacer penitencia.

- Dije más; penitencia y contemplación.

- Contemplación... ¿Acaso veían a Dios?

- Quién sabe. Pero la contemplación no consiste sólo en tratar de conocer el rostro de Jesús o su resplandor divino, sino en entregar el alma al pensamiento de Cristo y los misterios de la religión.

Aballay ha asimilado, pero su empeño consiste en despejar específicamente el primer punto:

- Usted dijo: penitencia. ¿Por qué hacían penitencia?

- Por sus faltas, o por que asumían los yerros de sus semejantes. Concretamente en el caso de los estilitas: montaban una columna para acercarse al cielo y despegarse de la tierra, porque en ella habían pecado.

Aballay sabe qué grande pecado es matar. Aballay ha matado.

Esta noche, Aballay ha decidido despegarse de la tierra.

Bien es real que el llano, que es lo único que él conoce, no tiene columnas, ni nunca ha visto más que las de un pórtico, en la iglesia de San Luis de los Venados.

Recuerda que para escabullirse de las disciplinas de su madre, se trepaba a un árbol. Acepta que al presente está intentando lo mismo: huirse de su culpa, y busca a dónde subir.

No le valdría, actualmente. Ni un ombú, si probara el refugio de su altura y follaje. Sería descubierto, sería apedreado, aunque no supieran la verdadera causa, solamente por portarse de una manera extraña. Tampoco nadie le alcanzaría un mendrugo.

Está firme, a conciencia, en el trato consigo mismo de separarse del suelo y llevar su vida en penitencia. Mató, y de un modo fiero. No se le perderá la mirada del gurí, que lo vio matar a su padre, uno de los escasos recuerdos que le han quedado de aquella noche de alcohol.

Pero él podría quedarse quieto en su remordimiento. En tiene que andar. Salirse (de un sitio en otro).

¿Cómo, si quiere copiar a los de antes, lo que contó el cura?

El fraile dijo que montaban a la columna. El, Aballay, es un hombre de a caballo. Tempranito, a los primeros colores del día, Aballay monta en su alazán.

Le palmea con cariño el cuello y consulta: "¿Me aguantarás?". Supone que su compañero acepta y, mientras avanzan al trote suave, lo prepara: "Mirá que no es por un día... Es por siempre".

La primera jornada ha sido de voluntario ayuno, la segunda de atormentarse pensando en comer y no amañarse para hacerlo.

Gozó de aquélla. Privarse un día da pureza a la sangre, se argumentó como consuelo.

Después vino el hambre tan grande y con tal reclamo que entró a desesperar de conseguir ayuda, y por consecuencia de no ser capaz de cumplir su intención.

Lo orientó el humo. Se ganó al rancho. Habían carneado y asaban las achuras en el mismo patio. No hizo falta que pidiera. Solo que llamó la atención con su resistencia a ponerse a gusto, junto al puestero y los suyos. De todos modos, le alcanzaron una generosa porción ensartada en su propio cuchillo.

Supo que esta vez era diferente a otras. Había recibido el bocado hospitalario que, sin preguntas, nunca se niega al que hace camino. Antes también lo tuvo, en distintos sitios. Sin embargo, desde esta ocasión podría volvérsele necesidad de todos los días, y se le nubló el orgullo de su nueva condición.

Ya estaba cercado por los apuros que no pudo prever y los que la penuria comenzaba a mostrarle.

En adelante debió socorrerse con imaginación y ahí donde la astucia fallaba o vislumbraba riesgo de quebrantar su designio, tomaba enseñanza del relato del cura.

No menudeaban los ranchos, por esas soledades, ni él se figuraba de entenado. Se haría de avíos o provista, algún recurso guardaba como para poder pagarla. ¿Cazar? Sí , pero ¿cómo cocer la carne? ¿Fruta? La naturaleza de esa región la negaba.

Habilidoso fue siempre para las suertes sobre el estribo o colgado de las cinchas, con lo que le vino a resultar sencillo recoger agua en el jarro o, por probarse destreza, beberla aplicando directamente los labios a la superficie de los arroyos.

De dormir sobre el caballo tenía experiencia y éste de soportarlo. Pero, si no lo aliviaba de su carga, no le concedería descanso y sobrevendría la muerte del animal. Enlazó su cimarrón, lo convirtió en su parejero y se pasaba de una cabalgadura a otra, para darles respiro. El segundo no hizo resistencia ni al jinete ni a la rutina; seguramente había tenido dueño.

Pudieron someterlo a las prácticas menos ilustres sus necesidades naturales, de haber tomado con absoluto rigor de la ley vivir montado. Tuvo el tino, aquella noche, de consultárselo al cura, que nunca supo a qué tanta averiguación sobre los hábitos y vedas de los encimados a las columnas. Dijo el fraile que no concebía penitentes a tal punto severos que se prohibieran descender a tierra por tan justificada razón, aunque no dudaba que algunos cometieron esos excesos de mortificación.

De todos modos, Aballay se proponía se limpio. ¿Acaso no penaba por limpiarse el alma?

Aballay remueve las ramas de un arbusto, buscando vainas comestibles. Sorprende a un pájaro atolondrado que demoraba en volarse. Lo manotea en el aire. Lo retiene con cuidado para no dañarlo. Nota su agitación desesperada y lo dispensa del pavor.

Ya se proyecta el ave hacia arriba y al hombre le da contento su libertad.

Pero se le atraviesa una memoria empecinada: la mirada del gurí, cuando le mató al padre.

También terca, porfiada en volver, es su imaginación de los empilados. Suele como esta noche, estremezclársele con las impresiones del día.

El, Aballay, es un penitente y está parado en un pilar. No una columna de las de iglesia, tampoco pilón de portal de cementerio: pilar de puente, de piedra, sólo que más fino y encumbrado, él arriba.

No está solo. Hay otros pilares y otros que penan. Son los antiguos, los santos, y para él resultan extranjeros. No se hablan, porque así tiene que ser, y si hablaran él no entendería su lengua. Se cubren, como él, con ponchos.

En una parte del sueño hay paz, después cambia en pesadilla: llegan los pájaros.

Le caminan por la cabeza y los hombros. Le picotean las orejas, los ojos y la nariz, o quieren alimentarlo en la boca. Hacen nidos, ponen huevos... y él, en todo momento, está muerto de miedo al vacío, donde caerá si se mueve.

Aballay despierta a medias. Le ordena a su alazán: "¡Quieto..."

Encuentra una pulpería. Pasa de largo, no le sirve: no tiene reja empotrada al muro del frente para hacer su compra desde el caballo.

Al tiempo halla otra. El pulpero antes de entregarle el charque pone la condición: "Platita en mano". Aballay descuelga de su sitio algunos de los cobres que, con otras monedas de diferente ley, hacen el esplendor de su rastra.

Desemboca en el patio de una posta. Se juega. Baraja, taba. En el redondel, los gallos se dan la muerte a primera vista, o a ciegas, si se revientan los ojos a puazos. Se apuesta.

Se come y se bebe.

Aballay, ha atado el cimarrón al palenque, con su alazán circula entre los grupos, por ver. Lo mismo ante el asador. Pero alguien lo provoca: "el que no se pone, no come". Aballay comprende. El provocador está por tirar la taba. Aballay desune de la rastra una moneda. El hueso que hace su vuelo e hinca el borde en la tierra decide que gane Aballay. El perdedor paga: con desprecio arroja dos monedas al suelo, entre las patas del alazán.

Aballay observa los dineritos que podrían ser suyos, si se humillara a solicitar a alguien los recoja del polvo y se los ponga más al alcance. Podría tomarlos él mismo, corriéndose por la barriga del animal, asido de la cincha, pero daría risa, y tendría que pelear. Considera con vaga tristeza el doble relumbrón que lo espera, enfila hacia el palenque a desatar al parejero, y parte.

Desde entonces, por ese gesto, para los testigos nada fáciles descifrar y que tendría relación con el desprendimiento, a Aballay le nacen famas.

El no se entera. Si fuera más avisado, las habría visto dar lumbre a los ojos admirativos de la moza que una mañanita le tendió unos mates con azúcar.

Amargos son los que él se ceba, de madrugada y a todo requerimiento de las tripas cuando de vuelven quejosas. No abusa de la licencia por causa de extrema necesidad o fuerza mayor – aunque para él lo sea la yerba – que creyó sobreentender de los ejemplos del cura. No pone pie a tierra ni para encender leña.

Dispone de los cacharros debidos. Elige un desnivel del terreno que le sirve de mesa en tanto él pueda arrimarle el caballo de manera que, aproximadamente, se recueste en el borde. Sobre esa prominencia, no más alta que donde va la montura, hace un fueguito y caldea el agua. Cuando la llanura exagera de chata, se interna en las rajaduras profundas y anchas de la tierra que abrieron olvidadas correntadas. De esta manera, busca un nivel desde abajo.

Para sus pausadas mateadas del ocaso, se entiende que coopere el cimarrón, tan sosegado como es. Sin incomodar al amo, ramonea toda planta que halle a tiro. Mientras, el compañero libre de tareas explora a su gusto la terneza de los brotes y los pastos. Aballay tiene las piernas cruzadas sobre el dorso del cuadrúpedo, que es su asiento. Entrelaza los dedos para abarcar en el hueco de las manos el volumen de la liviana calabaza. Sorbe, con dilatadas pausas, de la labrada bombilla de metal plateado. Se absorbe, Aballay, no en sus pensamientos quizás, sino simplemente en su parsimoniosa mística del zumo verde y cálido. No obstante, él, que no suele hablar solo, una vez, en voz alta, exclama: "¡Dios es testigo!".

Extrañado del clamor, entre un silencio tan tendido, el cimarrón reacciona con un relincho y se sacude. Por el remezón, Aballay se despeja.

En una trocha tropieza con cuatro indios mansos. Desprendidamente, le ofertan pescado, que a poco hiede. Está crudo, lo transportan en canastas de totora expuestas al sol, a campo traviesa, para feriar en poblado. Aballay no acepta, pero retribuye la intención: de sus alforjas les provee dos puñados de sal.

De inmediato los indios acampan, encienden un fuego, destripan y asan los bichos de escamas nacaradas.

Ahora huelen pasablemente, para el hambre sin curar de Aballay. Aguarda, se horqueta en su potro.

Los cuatro pescadores se han puesto efusivos y pretenden forzarlo a bajas con ellos. El no accede pero recibe su porción.

Los indígenas mascan en cuclillas. Uno lo observa de reojo, prolijamente en todos los instantes. Deduce que no es que el blanco no quiera, sino que no puede despegarse de los lomos del animal, y traslada a su clan esta preocupada conclusión: "hombre – caballo".

Bultos duermen en la noche. Forman uno Aballay y su cabalgadura; hace el segundo la otra bestia buena. Anidan en un malezal, nada mejor han hallado en lo que la vista podía alcanzar. No hay luz lunar, la impide una cubierta de nubes.

Aballay está encaramado en un pilar. El sol le hace arder la boca que guarda resabios de pescado echado a perder.

Hay otro anciano. La columna de éste es más espléndida, pero la sed los iguala. No tiene aguante. Se abre el escote del poncho, para ventilarse. Todo transcurre en silencio, hasta que el santo antiguo clama: "¡Agua!". No le parece a Aballay que dijera agua, aunque ése es el sentido que le encuentra a lo que hizo el otro; más bien se le figuró un trueno, casi encimado a un relámpago.

Cae, Aballay, cree que volteado por el relámpago o el rayo, al golpearse despierta y ya lo empapa la lluvia. Un instante disfruta del agua que le contenta la boca ardida. Hasta que descubre que ha tocado tierra con el cuerpo.

Batidos los ojos por el chaparrón , intenta no obstante elevar la mirada, al menos la frente, en un confuso acto que no sabría desentrañar él mismo: ¿Está pidiendo perdón, haciendo valer que no fue a propósito?...

Embarrado y trastornado, salta sobre el pingo y a su juicio y riesgo, aunque temeroso, decide que esta bajada no hay que ponerla en la cuenta. Admite que lo tiene agarrado un yugo que él mismo se echó. Lo acata con la obediencia más sumisa.

Los días de la polvareda grande lo tienen exigido y del apremio saca listeza para mejorar su sustento.

Por los indicios entiende que no es polvo del viento, sino de caballada, y no montaraz, si no caballada de tropa armada. Malo eso para Aballay: puede ser reclutado o lanceado, sin causa; puede perder los pingos, por requisa o por codicia.

Se ampara en las lejanías y yendo a ellas se aparta de las últimas huellas de la gente, cae en la bruta pampa.

Toma referencia de las ilustraciones del cura, cuando le contó de aquellos arrepentidos de los tiempos de antes que, si iban a dar al desierto, no todo era miel para ellos: de comer arañas y hasta víboras le habló.

Sopesa la alforja del charque y se le pinta, no muy distante, el hambre. Esta le encadena ideas: serpiente – lagartija – piche. Posiblemente en el desierto de los santos antiguos no correteaban los armadillos.

Precisamente de sus mareadoras corridas en varias direcciones, de sus zambullidas en las cuevas, del ahínco con que ellas se prenden de las raíces, depende la dificultad para que Aballay logre cazarlos desde el caballo. No obstante, arriesga rodadas (suyas, al colgarse del potro lanzado a la carrera; del animal, si hunde la pata en los agujeros que cava el piche para vivir).

Fracasa y fracasa. Persevera y aprende.

Después, cocerlos es como caldear agua para matear. Sólo que hay que sacrificar los bichos. Puestos boca arriba, a punta de cuchillo los despensa y los abre en cruz. En su propia cáscara, que sirve de olla, y en su misma grasa, que tiene abundante, se fríe el almuerzo.

De esta suerte, sobra comida. Pero falta el agua, carencia que obliga al regreso.

Harto astroso ha vuelto. No se ve a sí mismo, hace tiempo. Pero los ojos de los demás le controlan la presencia, no porque salga de lo común la aparición de un menesteroso, sino por resistencia a los malentretenidos, que pueden cometer iniquidades cuando caen en la miseria extrema.

Halla conocimiento en un rancho. No lo reconocen a él, nunca lo vieron; le reconocen sus famas, que le han crecido, sin él saberlo, que son diversas y contradictorias, aunque lo realzan, dentro de una concepción reverente.

"Lleva su cruz", se susurran, con actitud reverente.

Aballay, que afina el oído para pillar el secreto, considera que la verdad es justamente lo contrario: él no tiene ni una cruz, ni una medallita, ni una estampita siquiera.

Acepta unas pilchas, que le son propuestas con comedimiento.

Es un día cálido.

Busca el arroyo y se sumerge en prolijas abluciones.

No tiene peine y se fija como primera meta un boliche o pulpería donde adquirirlo y reponer la provista de sal, yerba mate y tasajo.

En camino, al tranquito corto, una tarde a eso de la oración, con el cuchillo descorteza y pule un trozo de rama seca, luego uno segundo y más corto. Los une en cruz con un tiento. Con otro se la enlaza al cuello y la echa por fuera de la camisa o blusa que ahora posee por dádiva de los puesteros.

Del paraje donde conviven unas cinco casas le salen al encuentro unos estampidos que no han de ser de guerra, como lo distingue al poco por exclamaciones que son de entusiasmo y muestran alegría. Al pasar hacia la pulpería observa al costado la causa: entre tablones y con un tope de tronco, circulan, por mano de hombre, pelotas macizas y duras, de quebracho pueden ser, que ora buscan su senda con independencia y ligereza, ora se dan golpazos de matasiete. Lo tientan las bochas. Seguro que se podrá apostar. Lo ataja un recuerdo deprimente. ¿ y hacer un tiro? ¡Lindo sería!... ¿Desde el caballo?...

El peine, el charque, sal y yerba le consumen los valores de la rastra. Solamente retiene una moneda, la más valiosa, el patacón de plata, que era el centro del vistoso ornamento. Lo guarda en un pliegue, como bolsillo, que lleva por dentro de ese cuero curtido que le faja la cintura con donaire y solidez.

Se incorpora no al juego sino al espectáculo de las bochas, sin meterse entre la hombrada. Como permanece, lo toman en cuenta, a la hora del asado:

- Hágale, con confianza.

Como está indeciso, le insisten:

- ¿Y?... ¿Gusta?

Aballay asiente, apenas con una inclinación de cabeza, sin comprometerse del todo, ya adivinan lo que sucederá a continuación: pretenderán que para arrimarse al asador descienda y se entablará el repetido duelo con sus resistencias.

Así ocurre hasta que alguien toma razón del crucifijo y pide parecer a un vecino: "¿Será ese que...?". Hay acuerdo en que puede ser. Van ellos, entonces, a rendir su ofrenda – pan y vino, como principio - a ese peregrino extraño que, según decires, no descabalga nunca.

Así terminó la primavera y pasó el verano, Aballay.

El invierno le hizo pensar que el estío había sido una gloria, para su vida al raso.

Por el fondo de los campos estaba subiendo el sol, pero Aballay no terminaba de despertarse. Helaba, y él estaba helando. Lo poseían vagas sensaciones de vivir un asombro, y que se había vuelto quebradizo. No intentaba movimiento y lo ganaba una benigna modorra.

Mucho rato duró el letargo, ese orillar una muerte dulce, mas atinó a reaccionar su sangre a las primeras tibiezas de la atmósfera.

Al tomar conciencia del riesgo que había vadeado, se santiguó, besó la cruz de palo y controló sus apoyos, sobre los que discurrió.

"Si muriera encima de un caballo... ¿Quién me despegaría de él? ¿Podría, la muerte?..."

Desde su carretón ambulante, el mercachifle lo convocó con una voz: "¡Gaucho!", que Aballay no reconoció para sí o lo predispuso contra la intención de quien lo nombraba de esa manera, por unos cuantos aplicada con menoscabo. Iba a desentenderse de él; no obstante, el otro, a gritos para hacerse oír, sólo quiso preguntarle si tenía plumas.

Aballay se contuvo.

- ¿Plumas?...

- De avestruz. Las compro, o cambio por mercadería, buena mercadería.

Por este encuentro y la tal propuesta, Aballay creyó hallar oficio que no lo hiciera renegar de su voto.

Tuvo que correrse a la llanura central, menos árida, más solitaria, y rumbear al sur, hasta confines odiosos por sus peligros, los de tener encimados los territorios de tribus no avenidas con el blanco.

Acechó al ñandú. No para faenar sus carnes (empresa imposible sin echar pie a tierra). No que quedara sin vida, quería Aballay: que quedara sin plumas.

Supo de pacientes vigilias, aplicó el ojo avisor, se sometió a la inmovilidad (por no delatarse al zancudo).

Ensayó carrerearlos y sobre la marcha, al emparejarse, arrancarles los alerones o parte de la cola. Demasiado resistentes le resultaron; si el alazán por un trecho alcanzaba al ñandú y él se le aferraba a las plumas, los enviones del patas largas amenazaban arrastrarlo o le dejaban como recompensa un manojo escaso o maltrecho.

Lamentó su ineficacia con las boleadoras, de las que de todos modos, carecía.

Ensayó el lazo. Aprendió que voltear de un tirón al avestruz no es dominarlo. El ave grande pateaba con una energía temible y le espantaba el caballo.

Comprobó, por último, ante la reja del pulpero, lo engañoso de las ilusiones del trueque.

Que fuera oficio para mujeres, nunca se le avisó; lo daba por hecho como menester de varones. Sin embargo, ahí, al comando de la carreta, estaba una.

Por el momento en aprietos considerables.

Aballay no fue tenido en cuenta, ni él se postuló, ni adelantó palabra. Meramente se detuvo a un costado a apreciar la situación y tomó nota que en el interior de carruaje estaban atrapados: otra mujer, de apariencia más delicada; un civil, quizás el marido, y hasta tres niñas.

Resaltaba que para la mujer carretera sacar del agua fangosa esa mole con ruedas era obligación de los bueyes y se lo exigía con voces de mucho imperio y el duro estímulo de una picana bien manejada.

Aballay entró al pantano, a probar honduras. A continuación, desenrolló el trenzado y enlazó el pértigo. Se paso a la vanguardia y con el de montar y el parejero comenzó a cinchar, cuidadosa pero firmemente. Todo ello, sin perder su posición sobre el alazán, lo cual motivó primero la atención, luego la estimación de la mayorala. Esta entro a colaborar con él.

No sirvió el esfuerzo inicial por el mucho peso del carro y la carga entera. Menguó: Aballay desembarcó, uno a uno, a los cinco transportados y sin dar tregua a sus caballitos los reimplantó a la cuarteada.

Hacia el crepúsculo, liberados de la prisión del cieno, aunque abundaran las injurias de éste sobre botas, ropa y rostros, los confortaban a un fuego animoso sobre piso seco. La olla de mazamorra se confiaba al influjo de las llamas quedas.

Aballay pudo comprobar su destino – que no pretendía – de provocar desconcierto, teñido de admiración.

Con este estado de ánimo, la carretera acató sin insistencia ni comentarios que rehusara desensillar para tomar una comida caliente y más tarde su descanso en forma natural. Ejerció una prudencia elemental y confió en hallar ocasión para retribuir mejor la ayuda.

Aballay durmió sobre el cimarrón.

Al despertar, sabedor del apego que le profesaba el alazán, que como de costumbre había quedado suelto, no le preocupó su falta; lo supuso vadeando largamente en resarcimiento del desgaste que tuvo el día anterior.

Saboreó él, Aballay, su propio verde amoroso, en sucesivas rondas que el postillón adolescente le sirvió con tortitas de maíz. Luego salió en procura del demorado.

Cuando lo encontró, estaba tumbado, sin inquietud, sin violencia, sin resuello.

Aballay entró a pensar y hubo de inquirirse si bajar por su potro le sería dispensado. Rumiada la duda, no lo hizo. Colgado del cimarrón, retiró el cabezal del alazán y dejo que su mano se demorara tiernamente asentando el pelaje sano y parejo.

Se le instaló el desamparo en la voluntad, una desolación que lo puso inservible, hasta el punto de no atinar qué hacer para no matar con su peso al cimarrón. Estaba igual que al principio; para no asentar la bota en tierra precisaba un caballo más con que alternar.

Sin decisión, siguió la carreta.

Más adelante, en una parada, hubo ocasión:

- Concédame...

Con esta sola palabra, la mayorala le hizo don de la mulita, la de servicio, la que llevaba de rabo del carro para un rodeo o avanzada del postillón mozo.

Se sumó a la travesía, sin resistirse a la ojeriza que le dedicaba el hombre que mudaba destino, de un costado a otro del país, con sus bártulos y su familia de cuatro polleras entre los cueros del galerudo y lerdo transporte de bueyes.

Para Aballay estaba bien con que la mayorala tolerara sus hábitos. Si no se hacía mella de éstos, conllevaba tareas. De tal modo resultó que pudo darle a ella algunos desahogos, de media jornada más, conduciendo él la carreta. Le bastaba pegar un salto de su cimarrón al pescante: no pecaba de posarse en tierra.

En la noche, el resguardo de la caja del carretón le aligeraba el trámite hacia un sueño con menos escalofríos. El yantar se había vuelto seguro.

Aballay se incómodo a sí mismo con dos preguntas ¿Por qué ella me ampara? Lo que yo hago, ¿es penitencia?

De la primera pidió respuesta a la bienhechora:

- ¿Por qué?

- Por que me ayudás. (Ella lo voseaba, no él a ella.)

No lo convenció y se fue al silencio.

Entonces, la mujer se allanó a confesarle:

- Porque me recordás a un hijo que supe tener.

Conversaban en igualdad (a igual altura), en la noche. Para hacerlo real, él se arrimaba en la mulita y ella se sentaba en el piso del pescante de la carreta quieta.

Cuando la mayorala le alcanzaba un tazón o un cacharro, vale decir, alimento de tomar con cuchara, a Aballay le asomaba la inquietud. La cuchara, en su mano, le representaba el bienestar, y era cuando se preguntaba si de verdad hacía penitencia.

La llamaba "vida de balde" y sabía que eso era como "vivir de regalo", pero también sospechaba que fuera vivir en vano.

Pensó, una vez, ir al encuentro del cura o de otro hombre mayor e instruido con quien aconsejarse.

A sus dudas, como de una tiniebla, le venía la réplica, casi parecida a una justificación: vivir para pagar una culpa no era vivir en vano.

Podrían haberlo tranquilizado, esos pensamientos, si no se hubiera interpuesto en cada caso, la cara del chico. ¡ No había arreglos, con el gurí!.

Aballay desaparece dos días.

De vuelta, se distingue sobre la mulita un fardo. Esa diferencia podría no tener significado; no obstante, la mujer de la carta le atribuye alguno, aunque todavía incierto.

Que Aballay se lo confíe, como está haciendo, podría creerle contribución de su parte a los consumos del viaje. No es lo que la mujer considera, menos cuando deslía el bulto y encuentra: tocino, ginebra, sal, galleta... sí; pero además una pieza de percal, agua de olor, un pañuelo...

Algo, en la mayorala, se pone muy flojo.

Ahora ya casi comprende... Quizá, que no es un presente común. Que Aballay se va y paga. No, no paga: retribuye.

Casi lo puede entender de esa manera, pese a que Aballay aún nada explica, ni cuenta nada.

Ni dirá que entregó el patacón de plata, aquel guardado en el pliegue de la rastra para la ocasión especial. O para una gran necesidad (como la de hacer lo que ha hecho)

Como se perdió la carreta con su mayorala, se perdió el invierno y se pierden los años.

Murió el alazán, murieron el cimarrón y la mulita. Siempre pudo sustituirlos, nunca con ventaja. Lo más, orejanos; los menos, dóciles. Por hallar sumisos, cuando enlazaba perdidos sin marca, los elegía viejos, reputados de mansos. Precisaba uno preferido para montar, y el ladero. Un tiempo se avino a llevar, de parejero, un burro. Precisaba, propiamente, un sillero. Ni silla, ni montura, ni bastos llegó a tener.

Sospechoso de abigeato, y en reincidencia, un policía le cargó la mirada.

Aballay y su yunta fueron arreados al destacamento.

El milico le mandó el "Bajate, que el comisario te quiere ver".

Soportó el tono, soportó el enojo y las palabras puercas. Calculaba para enseguida unos guascazos y unos tirones, pero el milico decidió darle una oportunidad.

- Tenés que entrar, por las buenas

- No me niego, si es montado.

- ¡Ah, vos, con tu manía!... – lo reconocía y lo despreció, el uniformado, sin atreverse a más.

Fue a poner el litigio al arbitrio del comisario. Salió de vuelta no por contrariado menos altanero, e hizo las cosas como si se dirigiera a un tercero.

- De orden de mi superior, que el citado Aballay tiene que comparecer no más.

Si bien debió agregar, de distinta manera: "Andá adentro, te las tendrás que ver con el jefe. Pero pasa derecho al patio, podés entrar con tu flete".

El comisario, para no ser menos que el indagado, fingió que estaba por salir con apuro y subió a su caballo. Sólo entonces, como condescendiendo a no dejar desatendida la cuestión, planteó el reclamo: "!Despachemos pronto! Me va a decir, Aballay, en qué asuntos se ha metido... ".

Pero fue indulgente. Sabía ( o creía saber) ante quién se hallaba.

Al tiempo de vida errante, le había salido al cruce una partida de jinetes.

Eran tres y pensó en malandanza. De él quisieron sondear una suposición semejante (el crucifijo al cuello podía usarlo como un despiste) y, al parecer, con unos datos creíbles se les pasó tal idea.

- ¿Querés trabajar?

- Según...

Enganchaban peones. Dos de ellos lo eran y el otro su capataz. Estaban formando una hacienda, para un patrón. Reclutaban hombres para el desmonte.

Aballay dijo no, que él no.

- Pretencioso el gaucho – soltó uno. Con agresividad.

"¿Otra vez?", se consultó Aballay, y no pudo impedir que se le embravaran los ojos. Se los controló el retador y para acentuar la provocación le caracoleó el caballo por delante.

No le gustó el lance inútil, al capataz. Lo llamó al orden: "¡Pereira!", e increpó a Aballay

- ¿Quién sos?

A Aballay le salió la respuesta: "Un pobre", como un tenue desprendimiento. Lo miraba de frente y ya no tenía cólera ni soberbia en el rostro.

Entonces, para el principal de la partida cobraron sentido la cruz de palo y las trazas, ya de mucho oídas, del montado errante. Con respeto llevó la mano al sombrero y se descubrió la cabeza.

Y Aballay supo que, al cabo de tanto, había regresado a la comarca acogedora de donde lo apartó la carreta.

Otras veces se encontró con gente de a pie: "Más pobrecitos que yo...", comprobaba.

Podía transcurrir un día sin que distinguiera persona, y quizás lo mismo le ocurría al otro; sin embargo, al coincidir raramente se excedían de estas manifestaciones

- Buenas...

- Y santas, amigo.

Y cada cual proseguía, con el nudo de lo suyo, cerrado, dentro de un mundo tan abierto (y solo).

Podía dar testimonio de éxodo - vaya a saberse hacia dónde que imaginaban el pan – de familias que nada poseían, salvo los hijos. Tropitas polvorientas, en las que el padre hacía punta, y luego los chicos; uno, puede que de leche, bajo el cobijo del amplio chal de la madre, negras por lo común las vestiduras de ésta. El más animado, cuando no extenuado por la hambruna, era el perro.

- Buenas...

- ... y santas, señor.

Resaltaba la respetuosidad, no sólo por darle a Aballay el trato de señor. Al ver de cerca al montado, se había recuperado del borde de donde descansaba. Sombero en mano, lo sacudía del polvo contra la pierna.

- ¿Me conocés?

- De mentas, señor.

Aballay lo dejó parado y meditó. El caminante era el tipo del venido a menos hasta lo muy mínimo donde ya ni fe en sí mismo le queda. Aballay consideró que podían hacer juntos el camino y se dio cuenta de lo provechoso de la cooperación entre un hombre privado de la tierra y un hombre que puede desenvolverse al ras del suelo. Aballay se dijo que andar con otro demandaba plática y él no era de mucho hablar. Tan bien lo probó que al rato se fue sin revelarle que lo estuvo pensando de acompañante.

En una cuesta descollaba a distancia uno como ensotanado, por el poncho negro y caído hasta los pies. Gesticulaba, llamándolo a llegar a él mas de prisa, lo que no obligó a Aballay.

Sostenía un largo palo, más alto que él, y el personaje se parecía al palo.

Desplegó méritos para acreditarse, vivísimamente interesado en conquistar el uso del caballo que consideraba vacante.

Aballay toleró el discurso, notó codicia, midió la potencia del palo. Sencillamente le notició que se inclinaba a no tener socio alguno, lo cual exasperó al figura y ante este resultado Aballay se decidió a partir sin agregar palabra.

El taimado zumbó un varazo propio para hacer volar la cabeza del jinete, que con agacharse la salvó, mientras ponía distancia con la ligereza de sus caballos.

- ¡Anda, ve con Dios! – le vociferaba, muy castizamente, el salteador fallido - . ¡Anda, ve con Dios!...

"En eso estoy", se consoló Aballay.

En una época siguiente, padece deterioro de salud. No lo esconde, tampoco lo pregona.

Las puesteras hacen lo que pueden por él: un té de yuyos, un caldo de ave, una tibia leche de cabra... No se atreven a medicar: piensan que a un hombre en ese estado hay que mandarlo a la cama, pero no a ese hombre.

Menos osaría ninguna propiciarle un rezo. Por descontado que Aballay llena sus retiros con la oración.

No es tanto así, como creen las mujeres. Sin embargo, Aballay reza, a su manera, y no para implorar por su salud. De siempre lo ha hecho igual.. su rezo es como un pensamiento, que continúa después que ha dicho las frases de la doctrina. Nunca hizo de la plegaria una queja.

Hoy, que se ha arrinconado con su fiebre en una barranco y tiene mucho frío, nota, con la vecindad de la noche, las majestuosas pinturas del cielo. Le llenan el espíritu y se le antoja de hacer lo que nunca se le ocurrió: rezar de rodillas, sin que tenga que quebrar su voto, sin hincarse en la tierra: doblado sobre su potro.

Prueba, con unción, con vehemencia, con tenacidad, pero no puede: arriesga una ruidosa caída.

Ciñe desesperadamente sus piernas al cuerpo del animal, dispuesto a no derrumbarse, a afrontar la infinitud de las sombras que se lo están tragando.

Sueña con hojas de flor de durazno.

Sueña que interpreta: ha de ser mi remedio, el tiempo soleado, ya que la flor se abre en primavera.

Un día, a la vista de un duraznero que estalla en flores por todas las ramas, recuerda con benevolencia aquel sueño y se enseña del acierto de su presagio.

Una mujer le pide que salve a su hijo.

Aballay no entiende. ¿ Que le ayude a llevarlo a donde se pueda dar con un médico? ...

No. Que él lo bendiga y el niño se pondrá sano.

Aballay se espanta de esa atribución: lo están confundiendo con un santón.

Después se duele: "De haber podido, yo..."

El antiguo, que se cubre con poncho blanco, le impacienta el ánimo.

Entre tantos pilares de los templos descabezados, vino a subirse a la columna quebrada más cercana a la suya.

Tenía un silencio odioso, muy diferente al que cumplía Aballay, porque en Aballay era como una costumbre de estar callado sin ostentación.

Aballay se sintió vigilado y aunque no pretendía ser más que nadie, no cedió, y vigilaba al vecino.

Se daba cuenta si el antiguo bajaba más de lo perdonable y tomaba nota igual que si nutriera un encono.

Al padecer la lluvia o el frío, resistía y comparaba, por verlo aflojar.

Si granizaba, menos calculaba los coscorrones en su cabeza que los que machucaban al otro.

Su comportamiento era mezquino, tenía que reconocerlo; pero, alegaba, por causa del control malintencionado que le aplicaba al intruso.

De todos modos, uno y otro lo pasaban pendientes de quien cayera primero.

Permanecían al acecho de los indicios: si se ladeaba a dormir, si lo marea el sol, si lo zamarrea el chucho...

"Puede que el poncho blanco le éste dando apariencia que lo favorezca de bendito..." – Aballay juntaba argumentos por menospreciar la ventaja que le llevaba el antiguo en recibir ofrendas: se acumulaban, éstas, en la base de la columna.

Después de unos cien años de rivalizarse, ninguno ganó en morirse. Los dos quedaron sin gestos justito en el mismo instante, y se secaron de a poco. Después se desmenuzaron como un par de panes viejos.

No pasó sin huella para el montado esta fantasía de la noche: le marcó ondas graves de desabrimiento y melancolía.

Siempre piensa en el gurí que le hincó la mirada.

Pasan años. Un día se encuentra con esa mirada.

Sabe que el niño, hecho hombre, viene a cobrarse.

Lo ha seguido el mozo. Lo topa en el cañaveral.

Podría parecer un santón de poca edad, en digno caballo. Trae templados los ojos, pero decididos. Igual que Aballay, está en harapos.

Le comunica:

- Lo he buscado.

- ¿Mucho tiempo?

- Toda mi vida, desde que crecí.

No pregunta, afirma:

- Conoció a mi padre. Sería ociosopreguntarle quién es él y quién era su padre.

Le pide:

- Señor, eche pie a tierra.

Aballay decide que tampoco por este motivo puede. Además, esta rumiando que no debe revelar el porqué: parecería un disimulo del miedo.

Como demora en su cavilación, padece que el otro lo apure.

- Señor, he venido a pelearlo.

Aballay hace un gesto sereno, que muestra conformidad, y el joven resume:

-Sé que tiene fama de que no se abaja nunca del caballo. Tendré que abajarlo. Le ofrecía, no más, la ocasión de un frente en que los dos pisemos firme. Si usted no la quiere, me acomodaré a su modo.

Lentamente, del dorso desenvaina el facón cruzado, que es largo como la búsqueda que ha terminado.

Agil y rápido, Aballay se inclina pronunciadamente y con incisión certera y enérgico forcejeo corta una caña gruesa y poderosa como de más de un metro. Toma posición, con ella en ristre igual que lanza y ya ha guardado en la faja la hoja triangular del cuchillito.

El desafiante se asombra:

- ¿No tiene cuchillo que valga?... ¿Ni ese cortón piensa usar?

Pero ni más palabras usa Aballay, aguarda.

No quiere matar, pero opondrá defensa.

Luchan. Con la caña hostiga y lastima superficialmente. Busca herirle la mano que empuña el arma, para que la suelte. El contendor lo pasa a la carrera, por el costado, bajando planazos que aciertan y escuecen. Vuelve y suelta un mandoble de partir la cara. Aballay esquiva y lo que corta el facón es la caña, formándole un chanfle perfecto. Aballay, por instinto, la mantiene rígida y no afloja. Con el extremo por ese azar afilado, la caña se incrusta en la boca del retador que atropella, y se la destroza. Resbala, manoteando inútilmente el pretendido sostén de las riendas.

Desde arriba, Aballay lo estudia, un segundo. No ha cometido lo que no quería: matar otra vez. Compasión y náusea le causa la efusión de sangre que ahoga los ayes y enturbia el bramido.

Desmonta a dar socorro y llega hasta el vencido, pero lo bloquea su ley: no bajar al suelo, y lo ha hecho.

Angustiado, levanta la mirada, para consultar, y por su cuenta resuelve que en esta ocasión será justo que permanezca todo lo que haga falta.

El instante de vacilación basta para que el vengador, de abajo, alce la punta del cuchillo y le abra el vientre.

Aballay cae, perdiendo aceleradamente las energías, y lo que se embota primero es el sufrimiento de la cortadura.

Alcanza a saber que su cuerpo, ya siempre, quedará unido a la tierra. Con el pensamiento velado, borronea disculpas: "Por causa de fuerza mayor, ha sido...".

Aballay, tendido en el polvo, se está muriendo, con una dolorosa sonrisa en los labios.

Volamos

Como puesta ante un apacible e inofensivo misterio, que puede serlo, con ganas de hablar, que a mí me faltan, me cuenta de su gato.
Es, sí. Claro que es; pero... Ante todo, como es huérfano, recogido por compasión, se ignora su ascendencia. Es gato y le agrada el agua. De las acequias no prefiere los albañales, sino la corriente barrosa. Se lanza acezante, pisa fuerte y salpica: hunde las fauces y hace que toma, pero no toma, porque es de puro goloso que lo hace. Puede pensarse que no es un gato, que es un perro. También por su actitud indiferente en presencia de los demás gatos. Pero es que asimismo se limita a observar desde lejos a los perros y ni siquiera se enardece frente a una pelea callejera. Como al emitir la voz desafina espantosamente y además es ronco, no puede saberse si maúlla o ladra.
Hago como que me asombro. Pero no abro la boca, porque de preguntar o comentar me preguntaría por qué pienso así y tendría que explicar y complicarme en un diálogo. Empero ya no me habla: se habla. Revisa lo que sabe y quiere saber más.
Es gato y le gusta el agua. Eso no autoriza a concluir que sea un perro. Ni siquiera está la cuestión en que sea perro o gato, porque ni uno ni otro vuelan, y este animalito vuela; desde hace unos días se ha puesto a volar.
Yo espero que me pregunte si creo que se trata de una brujería. Pero no; al parecer, no cree en eso. Yo tampoco; aunque lo pensé. Mejor dicho, pensé que ella lo pensaba. Pero no.
­¿No te maravillas?
­Sí; seguramente. Me maravillo. Cómo no. Me maravillo.
Podría maravillarme, cómo no. Pero no. Puedo maravillarme porque el gato-perro vuela. Pero es que no sólo hablo. Estoy pensando. Pienso que ella supone que he de maravillarme porque lo que creyó era gato puede ser perro o lo que puede ser gato o perro puede ser un ave o cualquier otro animal que vuele. Debiera maravillarme porque, lo que se cree que es, no es. No puedo. ¿Acaso me maravilla que tú no seas lo que tu esposo cree que eres? ¿Acaso me maravilla no ser lo que mi esposa cree que soy? Tu animalejo es un cínico, nada más. Un cínico ejercitado.

Antonio di Benedetto. 1953

Dawkins habla del ateísmo militante, la teoría de la evolución, y el diseño inteligente

miércoles, 26 de mayo de 2010

Para mi amiga María Jesús, y para todos los que no pudieron festejar




María Jesus terminó su comentario diciendo: "Y no hay peligro mientras la presidenta sepa donde NO tiene que estar".
Así fué el final de fiesta, todos los presidentes latinoamericanos bailando junto a la Presidenta, junto a 2.000.000 de cuerpos cansados, pero enormemente felices. Y ahí estuvieron todos los que sonríen

Eso es lo que se recuperó: la alegría. Y hay que defender la alegría como una trinchera , defender la alegría como un principio, defender la alegría como una bandera, defender la alegría como un destino, defender la alegría como una certeza, defender la alegría como un derecho
Que así sea

martes, 25 de mayo de 2010

Dos cielos


Ponele que no está bien polarizar...



Pero el contraste es tan fuerte....



Cientos de miles bajo fuegos artificiales


pocos cientos bajo una mala restauración

Hablamos de lo mismo cuando hablamos de Patria?


Feliz Bicentenario!

lunes, 24 de mayo de 2010

Maldiciones centenarias....


Para el Centenario, muchísimas colectividades enviaron su regalo de cumpleaños. Varios de los monumentos y estatuas que engalanan (palabra pegajosa engalanan, no?) la ciudad son parte del obsequiario… (abajo un muestrario ad hoc)

Pero hay uno, en particular, que puso nerviosos a muchos: El monumento a la Carta Magna y las cuatro regiones argentinas (conocido como el Monumento de los españoles) donado por la colectividad española en ocasión de los festejos por el Centenario de la Revolución de Mayo

Pero esta obra de dimensiones centenarias (¿?), con 24,5 metros de altura, creada en mármol de Carrara y bronce recién pudo ser inaugurado en 1927.

Su historia es de miedito:
Se dice que su autor fue el catalán Agustín Queirol, un escultor importantísimo de la época, pero ésta no es toda verdad. Queirol hizo el boceto del monumento, en 1909, pero al poco tiempo murió, dejando la obra inconclusa. Los bocetos fueron retomados por otro escultor, Cipriano Folgueras Doiztúa, quien antes de verla terminada también muere en 1911,
En 1916, cuando la escultura de mármol y los apliques de bronce estaban listos para armarse en forma de monumento , llegando a América y transportados en el transatlántico Príncipe de Asturias, el barco choca contra una formación rocosa cerca de Río de Janeiro, y se hunde. La horrible tragedia deja 450 viajeros muertos, y una estatua perdida
En 1917 se solicita a España la reposición de de los materiales perdidos en el naufragio, que fueron enviados dos años después, y una vez llegadas fueron retenidas por la Aduana, ocasionando un desorden burocrático.
En 1926 estaba listo para inaugurar, pero una nueva demora le pone un toque a la historia: la vereda circundante no estaba lista, como tampoco el sistema de luces. (seguimos con los mismos problemas, no Mauri? Y eso que pasó una bocha de tiempo!)
Finalmente, el 13 de marzo de 1927 se inaugura el monumento, con la presencia del conde de Amalfi, quien en nombre del rey Alfonso XIII hace la simbólica entrega al presidente Marcelo T de Alvear, y todos cantan el feliz centenario cono si no pasara nada (señorita, señorita, me faltó decir que la piedra fundamental fue colocada en el Marco del Centenario, en 1910 en acto solemne, por la Infanta Isabel de Borbón, tía de Alfonso XIII, rey de España!)

Pero una vez erigido, no tranquilizaba a nadie, todo el mundo se cruzaba de vereda, se tocaba el testículo izquierdo y esas cosas que son muy poco educadas, así que se decidió tomar el toro por las astas (nunca mejor aplicado el dicho popular), y en 1934, se celebró en torno al monumento a la yeta el cierre del Congreso Eucarístico Internacional., le enchufaron una cruz de 35 m de altura para alejar los malos espíritus, se celebró una misa y por los altoparlantes se escuchó por transmisión radial la voz del Papa Pío XI desde el Vaticano, bendiciendo a los presentes y al Monumento. Listo. Podeis ir en paz….Con la cruz y la espada, alejamos todos los males.


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1)"Columna Meteorológica" donado por la Comunidad Austro Húngara en ocasión del centenario, ubicada en el Jardín Botánico de Buenos Aires.
2) Riqueza Agropeciaria Argentina. Monumento-fuente donado por la colectividad alemana. (Plaza Alemania)
3) Monumento a Bernardo O'higgins. Donada por el vecino pais de Chile
4) De Francia a la Argentina: Donado por la colectividad francesa (Plaza Francia)
5) Monumento a Cristobal Colón: Donado por la colectividad italiana , ubicada atras de la Casa Rosada
6) Argentina y Suiza unidas frente al mundo.Donada por la colectividad suiza (Plaza República del Paraguay)
7) Torre de los Ingleses, donada por la colectividad inglesa, ubicada en la Plaza de Retiro (llamada Fuerza Aerea Argentina despues de la guerra de Malvinas)
8)Monumento a George Washington Donado Cedida por el gobierno de EE.UU. en la celebración del centenario , se encuentra justo enfrente de la Embajada de los EE.UU.por la embajada estadounidense

seguimos bicentenariando

Argentina, el día que te vistes
de gala, en que brillan tus calles
y no hay aspectos ni almas tristes
en alturas, pampas y valles;
el día en que desde tus fuertes,
tus cruceros y tus cuarteles
salvas lanzas, música viertes
entre las palmas y laureles,
visitada por los príncipes
de reinos y tierras lejanas
y mensajeros de repúblicas.
son las patrias americanas
las que más comparten tu júbilo.



Si en algún momento se nos ocurre que estamos cansados de escuchar la palabra Bicentenario (a todos nos pasa, che!) pensemos que lo mismo , pero elevado a la enésima potencia, con características menos masivas y más represivas sucedía hace 100 años. Para el Centenario hubo un despliegue insolente de grandeza, de manteca al techo, con Exposición Internacional del Centenario Infanta Isabel , 50 representantes de países “amigos”, Rubén Darío nos dedicó una Oda rococó (arriba un cachito), y hasta el cometa Halley participó del festejo, metiendo cuiqui con la fin del mundo! (el 19 de mayo pasó el Halley por Buenos Aires, para decir “a festejar que se acaba el mundo”)
Pero no todos recibieron invitación: En la previa, el 8 de mayo, se realizó una manifestación multitudinaria para reclamar una huelga general, que fue brutalmente reprimida. La manifestación, entre otros motivos, exigía la derogación de la ley de Defensa Social, por la cual se extendía el alcance represivo de la Ley de residencia a todos los activistas nativos
El 14 de mayo ante la magnitud de huelgas obreras que se extendían a todos los gremios, el Gobierno declaró el estado de sitio en todo el país . Un grupo "patriótico" (nombre adoptado por un grupo parapolicial) incendió el diario anarquista La Protesta y saqueó la redacción del diario socialista La Vanguardia.
Así que disfrutá, comé locro, salí a la calle, encontrate, cantá y bailá (qué impresionante el sábado! Una multitud ocupando la 9 de julio, bailando cumbia con Totó la Momposina! Este blog lo anticipó, o me equivoco? ) Este Bi es para todos (menos para algunos que llorarán en el Colón)

Ayer llovió, pero hoy estalla nuevamente Buenos Aires, en vigilia, esperando el sol del 25, que ya asomó

viernes, 21 de mayo de 2010

En el marco del Bicentenario

Anoche pasé por la 9 de julio, una escapadita nomás, día larguísimo de laburo, pero al terminar, y con Manu haciéndome el aguante, pasamos
La alegría no es solo brasileira, señores. Tal vez sólo por unos días, también es argentina
La noche era brumosa, tal vez por eso parecía de día a las 9 y media de la noche. Las luces de la ciudad, del obelisco, de los festejos quedaban atrapadas en la niebla y todo brillaba. Ricardo Soulé en el escenario presenta a su hijo, y arrancan con Presente. Lo miré a Manu, me pregunta ¿La Biblia? Miles, miles de voces diciendo Presente el primer día de los festejos del Bi. Cantamos esa que sabemos todos, y empezamos a caminar, entre otras voces, hacia el sur, entre caras felices, desdentadas, niñas, ancianas, rubias, morochísimas, extranjeras, Caminamos hasta Belgano, atravesando varios escenarios, otras voces pero que son la misma. Cientos de stands, que sólo vimos desde afuera, Fue un paso fugaz pero feliz. Hoy me instalo. Hoy me recorro todo. Acá al costado está la programación, que es sólo una muestra de lo que está pasando. Hoy Jaivas, León, Pablo, Gilberto, Jaime…Y una advertencia: Que no los agarre desprevenidos: no conocemos demasiado a Totó la Momposina, una mina increíble…


Qué es una momposina? La habitante de Mompox: Qué es Mompoz?
Una villa fundada en 1540 por Juan de Santa Cruz, Gobernador de Cartagena de Indias, en la confluencia de los ríos Magdalena y Cauca, en una elevación natural de la regíon, antiguo asentamiento de los indios Malibíes, cuyo jefe era el cacique Mompox.
Se constituyó en importantísimo centro comercial en el periodo colonial, debido a su ubicación privilegiada de puerto temporal para las embarcaciones que viajaban desde la costa norte hacia el interior.
La arquitectura residencial y religiosa dan cuenta en la actualidad de su importancia:: iglesias y conventos construidos por Agustinos, Dominicos, Franciscanos y Jesuitas, dan características bellísimas a esa villa, que se ha conservado hasta hoy por deseo de la naturaleza: En el siglo XIX, el río Magdalena fue cambiando su cauce, dejando aislada a la ciudad.
Y Mompox fue la primera ciudad colombiana en declarar su independencia absoluta de España, el 6 de agosto de 1810: encabezados por los hermanos Gabriel Celedonio y Germán Gutiérrez los momposinos contaron con el apoyo popular en toda la región de la Costa, promoviendo la insurrección que culminaría con la declaración de independencia absoluta de Cartagena el 11 de noviembre de 1811. También participaron de la patriada de Bolívar: los momposinos recibieron a Bolívar, aportaron
dinero, armas y provisiones, y 400 hombres se unieron a la causa independientista.
Así que respeto por Totó y los momposinos, que también estarán festejando su bicentenario en unos meses.
Por si no los convencí, acá va una cancioncita tradicional…..porque también Totó habla del Fasoooooooo……

jueves, 20 de mayo de 2010

Sabés qué podés hacer con el Colón, Mauri?


Cristina Kirchner no irá a la reapertura del Colón y acusó a Macri de propinarle una "increíble catarata de agravios"
La Presidenta le comunicó al jefe de gobierno porteño mediante una carta que no asistirá a la gala; dijo que el funcionario de Pro realizó "manifestaciones públicas descalificatorias de índole personal"; "La política no puede ni debe ser una mera ceremonia de cinismo e hipocresía", manifestó la mandataria en la nota

martes, 18 de mayo de 2010

Queremos tanto a Julio, ignoramos tanto a Eduardo...


Todos queremos a Cortázar. Es Julio, es un amigo, es uno de nosotros. A nadie que tenga buena familia, que haya tenido una biblioteca a mano, algunas pocas o muchas lecturas se le ocurriría criticarlo. Es de mal gusto criticar a Cortázar. Tan querible, tan entrañable, tan abrazador de revoluciones lejanas, tan Nicaragua tan dulcemente triste…Cualquier maestra de los últimos años de primaria, profesora de escuela media quiere a Cortázar, se le caen las babas cuando puede meter un cuento, hacerlo llegar a los chicos.. Ese Julio con una visión tan de clase media, tan afrancesado, tan refinado, tan gggggg. Tan querido, tan como uno. Ese Cortázar que no comprende a la clase baja, a las bestias, a los sin gusto, a los que huelen mal. ¡Pero si a cualquiera de nosotros nos pasa lo mismo! Odiamos los colores chillones, el olor a perfume barato, los malos modales, la lengua empobrecida, casi gutural que escuchamos en un tren, cuando viajamos al conurbano…o en Once, o en Constitución....
Nos vemos reflejados en los gustos de nuestro escritor, en sus dichos, en sus palabras. Por eso lo queremos. Es uno de nosotros. Todos queremos ser Julio, o casarnos con él... Y bueno, tiene algunos escritos un poquito incorrectos, incómodos, pero…..no dice lo que pensamos?

Las maestras de Villegas que participaron de la marcha leen y adoran a Cortázar. Igual que las maestras de muchos pueblos y ciudades del país. Y las de Buenos Aires también. Se mean cuando leen a Julio.Cuando Pero todas, toditas, ignoran a Eduardo Wilde. Jamás de los jamases se les ocurriría meter un bocadillo del tipo cuyo nombre tiene una estación del conurbano. Por qué se llamará Wilde Wilde? Por qué le habrán puesto caballos?

Será que fue liberal, que perteneció a la generación del 80, que escribió el proyecto de educación laica y la promulgó bajo su ministerio, que también impulsó el matrimonio civil, que planificó el proyecto de agua potable y cloacas para Buenos Aires durante la fiebre amarilla y el cólera siendo ministro de salud, y que tenía esta visión tan poco ortodoxa del pobrerío, que no los condenaba, no abominaba de su horrible estética, no entendía una doble ética, (la ética de los que tienen y la de los que no tienen) Por qué será, che?

Hoy estoy así, insaciable, y me mando tres al hilo. Éste post, abajo un fragmento de “Las puertas del cielo” de Cortázar, y al final, “los descamisados” de Eduardo (sí, esos mismos descamisados que serían reivindicados 70 años después, esas bestias tan temibles, que irrumpen descolocándonos, ofendiéndonos con su falta de delicadeza, en su estrepitoso aluvión) Y todavía, seguimos sin entender….

Las puertas del cielo (fragmento), Bestiario. Julio Cortázar

“...Esto asienta la cerveza. Puta que está concurrida la milonga.
Llamó pidiendo otra, y me dio calce para desentenderme y mirar. La mesa estaba pegada a la pista, del otro lado había sillas contra una larga pared y un montón de mujeres se renovaba con ese aire ausente de las milongueras cuando trabajan o se divierten. No se hablaba mucho, oíamos muy bien la típica, rebasada de fuelles y tocando con ganas. El cantor insistía en la nostalgia, milagrosa su manera de dar dramatismo a un compás más bien rápido y sin alce. Las trenzas de mi china las traigo en la maleta... Se prendía al micrófono como a los barrotes de un vomitorio, con una especie de lujuria cansada, de necesidad orgánica. Por momentos metía los labios contra la rejilla cromada, y de los parlantes salía una voz pegajosa --«yo soy un hombre honrado...»--; pensé que sería negocio una muñeca de goma y el micrófono escondido dentro, así el cantor podría tenerla en brazos y calentarse a gusto al cantarle. Pero no serviría para los tangos, mejor el bastón cromado con la pequeña calavera brillante en lo alto, la sonrisa tetánica de la rejilla. Me parece bueno decir aquí que yo iba a esa milonga por los monstruos, y que no sé de otra donde se den tantos juntos. Asoman con las once de la noche, bajan de regiones vagas de la ciudad, pausados y seguros de uno o de a dos; las mujeres casi enanas y achinadas, los tipos como javaneses o mocovíes, apretados en trajes a cuadros o negros, el pelo duro peinado con fatiga, brillantina en gotitas contra los reflejos azules y rosa, las mujeres con enormes peinados altos que las hacen más enanas, peinados duros y difíciles de los que les queda el cansancio y el orgullo. A ellos les da ahora por el pelo suelto y alto en el medio, jopos enormes y amaricados sin nada que ver con la cara brutal más abajo, el gesto de agresión disponible y esperando su hora, los torsos eficaces sobre finas cinturas.
Se reconocen y se admiran en silencio sin darlo a entender, es su baile y su encuentro, la
noche de color. (Para una ficha: de dónde salen, qué profesiones los disimulan de día, qué oscuras servidumbres los aíslan y disfrazan). Van a eso, los monstruos se enlazan con grave acatamiento, pieza tras pieza giran despaciosos sin hablar, muchos con los ojos cerrados gozando al fin la paridad, la completación. Se recobran en los intervalos, en las mesas son jactanciosos y las mujeres hablan chillando para que las miren, entonces los machos se ponen más torvos y yo he visto volar un sopapo y darle vuelta la cara y la mitad del peinado a una china bizca vestida de blanco que bebía anís. Además está el olor, no se concibe a los monstruos sin ese olor a talco mojado contra la piel, a fruta pasada, uno sospecha los lavajes presurosos, el trapo húmedo por la cara y los sobacos, después lo importante, lociones, rímmel, el polvo en la cara de todas ellas, una costra blancuzca y detrás las placas pardas trasluciendo. También se oxigenan, las negras levantan mazorcas rígidas sobre la tierra espesa de la cara, hasta se estudian gestos de rubia, vestidos verdes, se convencen de su transformación y desdeñan condescendientes a las otras que defienden su color. Mirando de reojo a Mauro yo estudiaba la diferencia entre su cara de rasgos italianos, la cara del porteño orillero sin mezcla negra ni provinciana, y me acordé de repente de Celina más próxima a los monstruos, mucho más cerca de ellos que Mauro y yo. Creo que Kasidis la
había elegido para complacer a la parte achinada de su clientela, los pocos que entonces se animaban a su cabaré. Nunca había estado en lo de Kasidis en tiempos de Celina, pero después bajé una noche (para reconocer el sitio donde ella trabajaba antes que Mauro la sacara) y no vi más que blancas, rubias o morochas pero blancas….”

LOS DESCAMISADOS- Eduardo Wilde

("La República", 12 de abril de 1874)

La prensa mitrista llama "descamisados" a todos los que no son partidarios de su ídolo. Esa prensa podrá reconocer la pobreza de los individuos que insulta, que son argentinos, que tienen derecho a participar de las conmociones de su patria y a concurrir para la formación de sus poderes. Pero si los individuos del pueblo que van a dar en tierra con el poder y con la influencia del caudillo y la aristocracia son descamisados, ¿quién les habrá robado la camisa? ¿Por qué, siendo argentinos, se encuentran desheredados en su propia Patria?. Los que ahora nos insultan llamándonos descamisados, quizás viven en suntuosos palacios o en casas regaladas que se compran con el dinero que se cercenó a nuestro salario. Quizá los que después de habernos desnudado se ríen de nuestra desnudez, se visten lujosamente con el dinero que la Nación había destinado para que fuéramos bien alimentados en las campañas, y para que no entráramos hambrientos a las batallas, donde debíamos llenar los deberes del soldado para sostener la grande y ruinosa política. Quizás los que insultan a los pobres trabajadores del pueblos señalándoles su miseria, han conseguido conducirlos a ella, destruyéndoles su familia al arrebatar del hogar al que la mantenía; quizá el descamisado que recorre las pulperías consumiendo lo que gana en el día es conducido a la abyección y a la miseria por los que le hicieron abandonar a sus hijos y a .su esposa imponiéndoles la ración de hambre y desolación que quita todo los encantos de la vida.

Si los descamisados hablaran, cuántos opulentos nos señalarían que ostentan su lujo en cambio de la desnudez que procuraron.

Los descamisados no son mitristas. Los mitristas tienen camisa, casa, alimentos y dinero. ¿Es acaso porque trabajan más o porque no tienen vicios?.

No, ellos son también los descamisados de la víspera que el oro de los proveedores ha vestido. Ellos son los individuos del pueblo que gozan de un sueldo mensual salido ya sabemos de dónde y que se les paga por ser mitristas, por sostener a Mitre, por votar por él, por elevarlo, por servir a la empresa que quiere hacer de ‚él un presidente que sangre de nuevo al pueblo para convertir sus adeptos en millonarios.

Ellos son también los descamisados de la víspera que tomarán una profesión lucrativa: la de ser mitristas.

Si no se escondiera en cada uno de nuestros descamisados un tesoro de abnegación y de virtudes, ellos no sufrirían la vergüenza de oír insultar su miseria.

Nuestros descamisados saben dónde se encuentran las camisas que harían bien a su cuerpo.

Preferimos nuestros descamisados que la abnegación arrastra, a sus compañeros de la víspera vestidos hoy gracias al oro de !os empresarios de candidaturas.

Los descamisados que no se procuran camisas a cambio de su conciencia, irán hoy a los atrios con su pecho descubierto a dar su voto por los electores que han de elegir un presidente que no haga guerras, que no haga surgir como nuevas industrias las proveedurías y que no persiga los derechos de las provincias.

Nuestros descamisados expondrán hoy sus pechos descubiertos a las balas de los revólveres lujosos y a los filos de los puñales con que la plutocracia de Buenos Aires ha amado a sus afiliados. Esos descamisados que volvieron desnudos de los campos de batalla en que quedaron muchos de sus compañeros, enseñarán hoy a los insultadores y a su jefe indolente que están dispuestos mantener sus derechos y a conseguir que su voluntad soberana impere, porque son ellos, los descamisados, los miserables, a quienes queda como única fortuna su conciencia, los que forman el pueblo, la mayoría que arrastra una vida precaria en las ciudades, siendo siempre la primera en los sacrificios y en los gloriosos combates.

Recogemos el nombre o el apodo con que se pretende injuriar a los partidarios de nuestras ideas y nos lo apropiamos con orgullo. Somos los descamisados, no traficamos con nuestra conciencia, pero el sol que lucirá hoy no se ocultará en el horizonte sin presenciar nuestra victoria democrática, y los que pretenden insultar la miseria y la inquebrantable firmeza de los que no están con ellos, tendrán que estampar en sus periódicos esta consoladora noticia: ¡los descamisados han triunfado!

domingo, 16 de mayo de 2010

Con la asignación universal por hijo hubo un aumento de nenas de 14 años que abusan de 3 adultos.

Ya sabemos que este gobierno sólo pretende la destrucción del país, que toda medida que implementa va en dirección a generar más caos, corrupción, libertinaje….

El presidente del centenario partido, la Unión Cívica radical (en el marco del bicentenario), Ernesto Sanz, nos ha alertado ya de uno de los efectos maquiavélicos de la asignación de $180 por hijo, para todos los hijos de todos los argentinos.

Ya sabíamos que este despilfarro de plata sirvió para que las escuelas se queden sin bancos, que las maestras tengan más laburo por la incorporación de “muchos negritos salvajes” en las aulas… Ahora, a dos meses de la implementación, se empiezan a ver las otras consecuencias: un aumento en el juego y la droga. La gente bienpensante sabe que no se puede dar plata a cualquiera, que la caridad es buena si es poca, en forma de monedas de 5 centavos, y viene bautizada en agua bendita, a la vista de las otras señoras que nos acompañan a misa….
Audio de Sanz, tomate un lavativo...

(abducido de IPRadio )
Por eso, el caso de Villegas, no es un caso aislado, como aclaró el intendente, hombre probo (o que “prueba”): sino otro efecto de la AUH:, que también genera prostitución de menores. La chica de 14 años es una chica “ligerita”, una putita de 14 años, que seguro, seguro, violó a los 3 pelotudos de 30 años juntos, porque tiene antecedentes, se escapó con un hombre, y una ya sabe que la que se escapa con un hombre a los 13 años, sabrá hacer cosas que una, mujer grande y de hogar, no haría jamás….Una loquita que merece que la echen del pueblo, lejos de nuestros hombres, lejos con su pecadora costumbre de acosar maridos, si son muchos juntos mejor…Merece una marcha, para que la metan presa, para reivindicar el buen nombre y honor de maridos engañados, engatuzados, forzados, violentados por una chica de 14 años….

¿Qué mierda piensa una mina para decir semejantes brutalidades? Qué la lleva a participar de una marcha, con su bebé en el carrito, pidiendo la liberación de 3 tipos que cometieron estupro? Que violaron a una menor de 14 años y luego la amenazaron para que no dijera nada?

¿Por qué nos volvemos tan violentas, tan irracionales, cuando tenemos que juzgar a otra mujer? Por qué la descalificamos como puta, como loca, o como yegua? Porque tenemos que diferenciarnos, acaso, y defender nuestra pacatería, nuestra falta de valor, de inteligencia, nuestro pequeño mundito perfecto y feliz, sin que venga una loca que me patee el modelo Doris Day (que entre nosotras, sabemos que Doris era más borracha que un barril, entre otras cosas). Lo que pasó en Villegas es una porquería, da vergüenza, hay un delito y hay culpables, pero la marcha expresa cosas mucho más complejas, expresa la podredumbre de un pueblo que votó a un intendente capaz de apuntar a la víctima "Si tuvo sexo con tres hombres a la vez es porque algún problema tiene", expresa la diferencia entre la gente que va al Rotary Club y los que no pueden entrar a misa, y la desesperación para que esta diferencia no se diluya, expresa la doble moral de los injustos . Villegas es un pueblo de cuerpos en descomposición. Villegas es un cementerio…

sábado, 15 de mayo de 2010



Si Proponés
Procaces
Proyectos
Propiciando
Procedimientos
Prohibidos
Con prohombres
De prontuario
Terminás

miércoles, 12 de mayo de 2010

No lo soñé.........

se colaron videos del recital de Racing del 98 en youtube. A bajar, mi amor, vamos a bajar antes que desaparezcan! Vamos con el pogo! A mover esas cachas!




martes, 11 de mayo de 2010

Pomberto en decadencia

El Pombero es uno de los mitos más difundidos en la región guaranítica. La creencia popular más antigua habla de un genio protector de los pájaros en la selva, que se presentaba a los niños cazadores como un hombre muy alto y delgado, y los obligaba a dejar sus armas. Otras versiones modernas, le dan la forma de un hombre bajo y retacón que puede perjudicar, pero que puede hacerse amigo de los campesino que le ofrecen tabaco y algún alimento, y en ese caso les hace grandes servicios.(en la región del NO argentino, en Jujuy, este relato es similar a la del diablo de las minas, que también se “aplaca ofreciéndole comida y cigarrillos)"

Pero también el Pombero es el “Responsable” de los embarazos extramatrimoniales, o de las chicas solteras. El relato de cualquier paraguayo (también en el litoral argentino se difunde esta historia ) es que el Pombero llega de noche a la casa donde existen mujeres solas, y que si ellas no les dan un cigarrillo y un poco de vino, con sólo tocarles el vientre las embarazan. Este mito, sigue sosteniéndose en el siglo XXI y no sólo entre la gente del campo, sino incluso entre estudiantes universitarios y profesionales . Podríamos aceptar que tener un hijo engendrado por el Pombero es el lugar común y aceptado para aquellos embarazos sobre los cuales no se quiere dar explicaciones. Es una suerte de “manto de olvido” consensuado socialemente, y de eso no se discute, ni se indaga. Es así, chau. (Una interesante “valvula de escape” social, si no queremos ver solamente el lado machista del asunto, no? que sería, en primer lugar, no hacerse cargo del hijo., pero esto es un poco más,,,,)

Ahora bien. Resulta que al Pombero le mató el punto la tecnología. Jennifer Stweart, de Nueva York, dice que quedó embarazada por ver un film porno en 3-D.

La Missis asegura que no engañó a su esposo, mientras prestaba servicios como soldado en Irak. Sino que mirando por primera vez (el viejo truco!) una película condicionada, y solo por curiosidad sobre el efecto tridimensional, quedó embarazada!!!!. "Un mes después de ver la película me empecé a sentir mareada y los resultados dieron positivos", relató Jennifer, la inocente.

Las películas en 3-D son muy reales. Con la tecnología actual, todo es posible" remató la Jenny, que además, concibió un hijo de tez oscura, mientras que Jennifer y su esposo Erik son de tez blanca, (Bueh, no sé para qué tener en cuenta a Erik, si con su tez blanca mataba irakíes a lo loco, mientras su muejer lo esperaba amargamente, mirando 3D….Lo qué es la ciencia, no se puede creer. Ya ni a los mitos respetamos.

Por la recuperación del Pombero ya!

Aguante María va, que se la bancaba sin mentir