miércoles, 2 de marzo de 2011

Mirajes

Hablaba en el post anterior de la mirada femenina, pero Juana Manuela usa una palabra muy bella, de moda en su época. Ella nombra los “mirajes”. Esta palabra se ha perdido. El significado que tiene ahora, según los diccionarios, nos habla de espejismo, alucinación,, es decir, hace alusión a un a proyección personal, fantasiosa, sobre el afuera.

Pero Gorriti, nos habla de mirajes asociados a la evocación, al recuerdo nostálgico del pasado recientemente recorrido, de universos creativos al narrar los traumas, los dramas, y las esperanzas de su (nuestra) patria americana

Copio entonces el miraje de Juana Manuela sobre la muerte de Güemes, e invito a imaginar esas escenas profundas. Tal vez, algún pintor se anime a volcar en la tela tanta pasión

(Teléfono, Fer!)

... La presencia de aquel visitador nocturno, a esa hora en el cuarto de mi madre, me llenó de admiración; pero creció mi asombro cuando reconocí en él a mi padre. Mi padre ausente y no esperado, ¿cómo se encontraba allí? Y ¿qué podía arrancar lágrimas a él, cuya grande alma era de un temple tan estoico?
-¡Lo hemos perdido!. ¡No veré ya a la cabeza de nuestras filas al héroe que nos guiaba a la victoria! La patria ha perdido su más valiente campeón, y yo...¡Ah, yo lo he perdido todo! Víctima de intrigas y calumnias, destinado por una fatalidad hereditaria a encontrar siempre la traición en la amistad, la perfidia aún en aquellos a quien me consagré con entera abnegación, todo, todo!...¡Ah, Feliciana, tú sabes si soy fuerte, y si el dolor me venció jamás, pero ignoras todavía (y plegue al cielo que ignores siempre) cuán horrible es que de dos que marchan juntos, apoyados uno en otro con una misma idea en la mente y un mismo sentimiento en el corazón, el uno caiga y el otro quede con vida!
-¡Oh, dios mío! – dijo mi madre- ¿Y cómo sucedió esa irreparable desgracia?
-Al saber Olañeta la derrotada de su vanguardia- respondió mi padre- marchó sobre la provincia con el resto de sus tropas. Al llegar a Jujuy, destacó de repente una fuerza de cuatrocientos hombres que al mando de Barbarucho, y en una marcha nocturna por sendas extraiadas, vino a ocultarse en Castañares. Aquella noche Güemes, Whit y yo acompañábamos con una dicisión al linde de los bosques del Chamical. Eran las siete. Acabábamos de recibir varios vagos de la presencia de una fuerza enemiga en las cercanías, y juntos los tres en la tienda, combinábamos un plan de ataque; los centinelas dieron el quién vive, y poco después se presentó un mensajero enviado por la hermana de Güemes, invitando a éste para que fuese a verla, pues tenía que comunicarle noticias de la más alta importancia.
“Güemes amaba tanto a su hermana, que asió con apresuramiento aquella ocasión de acercarse a ella; y montando inmediatamente a caballo, seguido de veinte hombres de su escolta, tomó a galope el camino de Salta.
“¡Ay! ¿Por qué el corazón permanece a veces mudo, y cerrado al presentimiento? ¿Por qué el mío no me avisó, siquiera con un latido, la desgracia que me amenazaba, y yo me habría arrojado delante de mi amigo, y él hubiera tenido que pasar sobre mi cadáver, o la catástrofe final no se cumpliera....
Entretanto Güemes llegó a Salta, y su hermana yerta de sorpresa lo vió de repente arrojarse en sus brazos.
-‘Pues qué! –la dijo él- ¿No me has llamado?
-¡Dios mío! ¡no!- respondió ella. Y las palabras del pérfido mensajero tuvieron entonces su verdadera explicación.
En ese momento un criado que se paseaba en la azotea vino corriendo a avisar que una numerosa fuerza enemiga ocupaba la calle y guardaba las esquinas inmediatas, cercando enteramente la casa. Al oír la hermana de Güemes este aviso, y viendo la actitud audaz de su hermano, se echó llorando a sus pies, y le rogó que huyera escalando las murallas interiores de la casa. Pero él sonrió con desdén a esta proposición de la ternura fraternal.
-¿Y éstos?- dijo mostrando a los bravos que lo acompañaban- Ellos que jamás me abandonaron ¿qué dirían si yo los dejara en la hora del peligro?

Y saltando sobre su veloz caballo negro
-Vamos, hijos- les dijo- juntos hemos vivido ¡muramos juntos!

Y aquellos valientes respondieron con una aclamación unánime, lanzándose en pos de su jefe, que cargó denodadamente sobre una de las columnas que le cerraban el paso. Un granizo de balas lo rechazó, matándole toda su escolta. Solo ya y acosado en todas direcciones por el fuego enemigo, no se mostró menos grande que cuando estaba a la cabeza de su ejército; y partiendo como el rayo, se arrojó con la espada en la mano sobre una muralla de bayonetas que guardaban otro ángulo de la calle; y la atravesó de parte a parte, dejando un ancho y glorioso camino sembrado de cadáveres, y regado con su propia sangre. Sí, porque una de las mil balas que destrozaron sus vestidos, su sombrero, y hasta los tiros de su espada, había atravesado su cuerpo.
Al amanecer, pálido, cubierto de sangre, casi exánime, With y yo lo recibimos en nuestros brazos.
Los soldados, viéndolo llegar así, precipitándose en confuso tropel, lo rodearon dando gritos de dolor. Pero él, haciendo un grande esfuerzo, se puso de pie, sonriendo con seguridad y valentía; y tranquilizándolos completamente, los alejó retirándose a su tienda.
-Amigos míos- nos dijo, cuando estuvimos solos- traigo la muerte en mi seno; pero no es ella lo que en este momento me aqueja, sino la idea de abandonar la vida, sin haber cumplido la promesa de libertad que hice a la patria. En vosotros confío: sois mi espíritu y mi brazo, y llenaréis, lo sé, la misión que no me es dado cumplir en este mundo –. Después de estas palabras lo asaltó un demayo que duró muchas horas.
Entretanto, Olañeta que había avanzado hasta las inmediaciones de Salta, informado del fatal incidente, mas no de su terrible verdad, y subyugado por el heroísmo inaudito de este hombre, a la vez que ansioso de aprovechar la ocasión de alejar aquel rival invencible del teatro de su gloria, le envió un solemne parlamento renovando todas las promesas hechas antes por La Serna.
Güemes mandó llamar a With.
-Coronel –le dijo- marche usted inmediatamente con la división sobre el enemigo. –Y volviénsode hacia los parlamentarios- He ahí –les dijo- la respuesta que doy a vuestro general. Id.
Cuando los parlamentarios hubieron salido, el héroe tendió la mano a Whit, con una mirada inefable de adiós, despidiéndolo en seguida; y deteniéndome a mí con un ademán, -Compañero- me dijo-, la hora suprema se acerca: siento que comienza a embargar mis miembros un entorpecimiento precursor de la muerte o de esos largos parasismos que la preceden, y quiero que me acompañéis hasta el umbral de la eternidad.
“Tengo además que recomendaros la patria, mis hijos; mi Coronel...¡Oh! Ella vendrá conmigo, porque no querrá habitar sin mí la tierra, y morirá de mi muerte como ha vivido de mi vida. ¡Pero mis gauchos, esos valientes soldados cuya adhesión por mí llega a la idolatría! Esos niños, Martín.... Luis... Ignacio...
Aquí su voz se apagó en profundo letargo, y poco después no quedaban más del héroe que un yermo cadáver.

Carmen Puch, 1850 (en Ficciones Patrias. Juana Manuela Gorriti)
Cuadro de la muerte de Güemes, de Antonio Alice

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